miércoles, marzo 22, 2006

Ya valió madre

-Ya valió madre- me dijo el Sapién mientras contemplábamos nuestra obra de arte. Tan rebasados quedamos por ella que recuerdo bien la sensación de miedo en la boca de mi estómago cuando escuché las sirenas.

Cuando era chico hacía yo muchas pendejadas. Más que ahora.

Todavía veo claramente el día en el que mi amigo, Fernando Sapién, y yo descubrimos el poder del fuego.

En ese entonces una historia circulaba por todos lados, de esas historias que van variando de boca en boca, transformando circunstancias y frases hasta terminar en cuento.

El güero Gámez y el Zotaco incendiaron la isla de en medio. Algunas historias cuentan que solamente fue el güero, pues solamente a él lo agarraron; cuenta la leyenda que terminó en los separos de la Juárez, y que a cambio de sus tenis ribuk (¿o eran L.A. Gear?) los cholos hicieron migas con él.

Ahora que lo pienso me pregunto ¿qué acaso este wey pensó que iba a poder quemar una isla y salirse con la suya? ¿pensó que nunca se iban a dar cuenta? ¿creyó que podía nadar rápido de vuelta a la playa?

Cursando el tercer año de secundaria abrieron una nueva Plaza Ley al lado de mi escuela y esa plaza se convirtió en el paraíso tercermundista de todos los que nos íbamos de pinta.

Un día de esos en los que no tienes ganas de estar en clases el Sapién y yo fuimos a comprar cochinadas a la Ley, y para llegar teníamos que atravesar un campo de béisbol que usaban los vecinos de la colonia los fines de semana para partido-pedas familiares.

Al caminar de regreso se nos antojó fumarnos un cigarro y nos detuvimos debajo de una de las dos enramadas que hacían las veces de dugouts para los equipos de béisbol a echar humo y filosofar. Nos acostamos en el piso con nuestras mochilas de almohada y recuerdo que en un momento dado nos quedamos callados, sin hacer nada.

Por algo dicen que el ocio es la madre de todos los vicios.

Volteé hacia uno de los palos que sostenían la enramada y me fijé que las palmas estaban “amarradas” con un alambre muy delgado. Casi sin pensarlo, y por tener algo que hacer supongo, empecé a desenrollar los alambritos. Cuando el Sapién me vio comenzó a hacer lo mismo.

Una vez que “desamarré” una de las palmas la bajé del techo y la puse en el piso. Nadie dijo nada. Tomé el encendedor y empecé a quemar las hojas de la palma. La levanté del suelo y me impresionó la rapidez con la que se estaba consumiendo, después volteé a ver al Sapién que me observaba con curiosidad pues no adivinaba todavía mis intenciones.

Nos miramos fijamente a los ojos y ambos comprendimos que la suerte ya estaba echada, que no había marcha atrás y así, sin siquiera tener que decirnos nada, levanté la palma prendida y la arrojé sobre el techo.

El fuego se extendió rapidísimo. Caminamos unos pasos para contemplar el panorama y entonces el Sapién se acercó, tomó una de las palmas encendidas y así, sin decir nada, la arrojó sobre el techo de la otra enramada.

En menos de un minuto las llamas alcanzaron varios metros de altura y el humo era tan espeso que fácilmente se alcanzaba a ver desde lejos.

Creo que tardamos en reaccionar bastante. Al principio contemplábamos con beneplácito nuestra obra de arte y nos veíamos el uno al otro con cara casi de orgullo. Luego, empezamos a ver cómo el fuego se extendía hacia el terreno baldío que estaba al lado sin poder hacer nada al respecto.

Los dos estábamos sorprendidos y nos paralizamos cuando volteamos hacia atrás y escuchamos una sirena encendida, instantes después apareció un carro casi de la nada que se metió al campo de béisbol y nosotros solo atinamos a contemplar la escena como salida de Kit: El Auto Increíble (a.k.a Knight Rider).

Era un Chevrolet X11 (sí, esos retefeos) azul y eso nos desubicó un poco pues como escuchamos la sirena esperábamos una patrulla, una ambulancia, un carro de bomberos o algo así. Yo podría jurar (pero quizá fue mi imaginación de chaquetero) que incluso al entrar al campo de béisbol el carro saltó como a un metro del suelo para después caer sobre el campo y frenar girando; cuando hizo el giro pude ver claramente un casco de bombero sobre el asiento trasero y nosotros nos quedamos como babosos sin saber qué hacer.

Se bajó un tipo medio gordo de unos 40 años todo asustado y primero nos preguntó si estábamos bien; una vez que comprendió que nosotros éramos los responsables nos puso un cague marca diablo y cómo nos vio de uniforme caqui nos preguntó -¿son de la (prepa) federal?- y el Sapién bien ofendido le regresó ­–Claro que no, somos del ICO-.

­-¿estás pendejo qué?- no se lo dije pero lo pensé. Yo estaba todo atolondrado pero aún así me di cuenta que el Sapién acababa de tirar nuestra única salida a la mierda porque no quería que pensaran que era de una escuela federal!!! Chale!

En fin, el tipo resultó ser un bombero que vivía precisamente frente al campo de béisbol, y que estaba a punto de sentarse a comer cuando se asomó por la ventana y vio todo quemándose. Nos pidió nuestros datos y le dimos puros falsos (¿ya para qué?), nos dijo que nos iba a llevar a la escuela pero le contestamos que ya habíamos salido y que no había nadie, así que no le quedó más remedio que dejarnos ir con la promesa de que pronto escucharíamos noticias de él.

Hago un alto en este punto para recordar que desde un principio dije yo que hacía muchas pendejadas, y es cierto. Cuando salimos de ahí los dos pactamos que no íbamos a decir nada en nuestras casas ni nada y listo, con eso pensamos que ahí había terminado todo.

-Ni modo que cómo nos encuentre si le dimos puros datos falsos­- eso era lo que pensamos y realmente lo creímos. Dejamos pasar el fin de semana (era viernes) y el lunes nos presentamos en la escuela como si nada hubiera pasado (¿?).

Por ahí de las 12 pm el padre Víctor (director de la secundaria) toma el micrófono y se escucha en todos los salones de la escuela ­–los dos alumnos que incendiaron un campo de béisbol el viernes pasen a mi oficina- recuerdo que todo mundo empezó a hablar en el salón y que los maestros salieron a los pasillos para ver a quién estaban buscando. Yo volteé a ver al Sapién y él me peló los ojos, pero no hicimos nada, nos quedamos sentados con la esperanza de que no nos fueran a cachar.

Se terminó la clase y a la 1:00 pm todavía no se sabía nada de nada. Después veo llegar al padre Víctor con los prefectos y me piden que salga del salón mientras yo le pongo cara de terror al Sapién y él me devuelve una mirada de complicidad nerviosa.

­-Sabemos que tú lo hiciste, pero queremos que nos lo digas- me dijo una de las prefes.

El padre Víctor me toma del hombro, me aparta un poco y con voz baja me dice ­– mira fulanito, no tengo la certeza de seas tú pero eres el único que se me ocurre que pueda hacer esto así que más te vale que me digas de una vez antes de que entremos con el Sr. Míster Bombero y te reconozca- sentenció y me dio 10 segundos para pensarlo.

Chale! Qué buena me la hizo este pinche padrecito, por un lado estaba conciente de que yo lo podía negar hasta el cansancio (regla de oro) pero por otro sabía perfectamente que el señor me iba reconocer, así que me tragué mi orgullo de mal perdedor y le dije que efectivamente había sido yo.

Nos suspendieron 3 días de clases (por enésima ocasión) y en mi casa me castigaron un mes sin salir más que a la escuela y a las clases de inglés. Los papás se pusieron de acuerdo y como habían prometido restituir el daño nos informaron que teníamos que reconstruir los dugouts como fuera, con nuestras manos, pagando, o como sea pero que era pedo de nosotros.

El fin de semana conseguimos que el papá de un amigo nos dejara cortar palma de un trailer park que tenía, y durante las dos siguientes semanas estuvimos trabajando en reconstruirlos según nosotros. Al cabo de los 15 días habíamos logrado levantar sólo uno y todo chueco, así que mi papá terminó pagándole a un albañil de confianza que tenía para que los hiciera bien.

Ah, y nunca más volví a incendiar otra cosa.

Ahí se ven perros.