Recuerdo la primera vez que lo vi…
El olor a azufre encendió la alarma de pánico en mi cerebro, unas nubes grises casi negras salieron del horizonte remolineándose unas con otras, acariciándose en un juego de seducción hasta integrarse y formar el grueso de la tormenta; se escuchó un estruendo anunciando la pesadilla de la que iba a ser presa mi pobre e inocente mente de chiquillo.
Los patasaladas no me dejarán mentir; en Mazatlán había algo más temible que el coco o el robachicos.
Mi abuela tenía su casa en la Zaragoza, muy cerca de la Germán Evers y recuerdo que esa tarde estaba yo jugando en la calle con mis primos.
En ese momento yo estaba de espaldas y recuerdo cómo contemplé su reflejo en los ojos de ellos mientras horrorizados corrían a buscar refugio en el regazo de mi abuela, que estaba limpiando los frijoles para ponerlos a cocer.
Me dejaron solo, y el miedo me invadió paralizándome en el acto. Había algo dentro de mí que me decía que volteara pero el terror a lo que me pudiera pasar era muy grande. Después de unos segundos que para mí fueron eternos tuve el valor para voltear la mirada hacia atrás y lo vi. Sus piernas mostraban los signos de las batallas que habían peleado, retorcidas y deformes, mugrosas. Se arrastraba en cuatro patas, y traía la ropa roída, percudida por la suciedad y un olor fétido, infernal.
Sus ojos parecían desorbitados, rabiosos, rojos de la sangre que los invadía y alimentaba. La quijada rígida, como si le costara trabajo separar los dientes desgastados y malolientes… la espuma en la boca y el hilo de baba cerca del suelo.
Cuando estaba cerca levantó la mirada, y sus ojos cruzaron con los míos.
Entonces se levantó en dos patas y manoteando el aire un alarido de horror salió de su garganta, algo trataba de decir y yo no le entendí, supuse que estaba diciendo alguna letanía satánica en alguna lengua muerta para tratar de robarme el alma, para llevarme al infierno con él y nunca volver a ver a mis papás.
Todavía estaba meditándolo cuando sentí que saque fuerzas quién sabe de donde y empecé a ver mis piernas correr, levantando la rodilla una a una mientras me acercaba a la puerta de la salvación, la casa de mi abuela y entré gritando.
Mi abuela se dio cuenta y vino hasta la puerta, yo pegado a su falda, agarrado de su pierna la seguí hasta afuera y escuché cómo pronunciaba el debido ritual de exorcismo para ahuyentar demonios que rondaban las almas de los niños “Sáquese!” “Òrale!, fuera de aquí”. La bestia volvió a levantarse y empezó a hacer ademanes ininteligibles para mí, manoteando el aire y señalándome con una de sus garras mientras mi abuela continuaba “No!” “No hagas eso, ándale, deja de estar asustando a los niños” “Te voy a echar a la policía”.
Terminado el exorcismo, la bestia volvió a su postura original y arrastrándose se alejó de la casa para buscar a sus próximas víctimas, mientras lo contemplaba por entre medio de las enaguas de mi abuela, con la valentía de sentirme protegido, ya sin temor.
“No lo anden cucando” “Pobre de ustedes que los vea acercársele” “Si se le acercan se los va a llevar” eran las advertencias de mi abuela para cuando el demonio anduviera cerca.
Siempre le tuve miedo.
A veces le veía del otro lado de la calle y le miraba de reojo, nunca directamente porque podía llamar su atención y jamás pero jamás, le di la espalda.
¿Se acuerdan del robachicos? No Los robachicos, El robachicos porque para mí era uno solo, era el único y famosísimo robachicos y andaba por todo el mundo buscando niños que se portaran mal para llevárselo lejos de sus padres.
Pues el robachicos no era nada comparado con EL BUTO.
¿Por qué? Porque era alguien tangible. Alguien de carne y hueso que podías ver en las calles, alguien cuya apariencia asustaba al más valiente de los niños.
“Ahí viene el Buto!” Y todos salíamos despavoridos buscando refugio. En más de alguna ocasión volteábamos para comprobar que no era nadie más que mi primo Omar que se estaba revolcando en el suelo de risa cuando te dabas cuenta que era broma.
“Pobre de ti que te portes mal porque le digo al Buto que te lleve”, esa era la típica advertencia que nos hacía nuestra abuela para poder dejar a sus nietecitos tranquilos y bien portaditos.
Otra era cuando deliberadamente desobedecíamos, o cuando tratábamos de rebelarnos, con un simple “¿Ah, sí?” volteaba a la calle y el grito de “Buto!” “Ven para que te los lleves” para correr a esconderse porque podía venir el cancerbero y llevarnos lejos.
Con los años me fui acostumbrando a verlo por todos lados, eso sí, siempre en el centro, uno lo veía por las calles; en el mercado unos le regalaban comida, otros lo corrían a escobazos, pero siempre llamaba la atención cuando todo mundo se abría a su paso.
Cuenta la leyenda urbana que las drogas y el alcohol lo dejaron así, otros dicen que venía de una familia adinerada que lo abandonó, unos más dicen que así nació, el caso es que nunca supe en realidad su historia.
Ya con el paso del tiempo hasta el Omar lo saludaba, “Hey, Buto!” y él se paraba en sus piernas y agitaba el brazo en señal de respuesta. Después continuaba su camino. Era muy malhumorado y hacía muchos corajes. Supongo que le molestaba que le tuvieran miedo, su cara era de frustración, y se quejaba cuando los niños lo molestaban...
Nunca supe qué fue de él, uno va creciendo y va intercambiando sus demonios por otros más severos, los interiores, y los infantiles van desapareciendo en el consciente.
Como Peter Pan cuando decide crecer y convertirse en un adulto.
Por ahí alguien me dijo que todavía vive. Que está igualito pero con canas y más arrugas. Que se le puede ver todavía de vez en cuando, caminando en cuatro patas por el Mercado Pino Suárez.
Y que los niños le siguen temiendo.
Ahí se ven perros...
1 comentario:
Jajajajaja a webo, gracias al buto todos somos buenos muchachos
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